Festivales a gogó

Ultimamente ando dándole vueltas a la cantidad de festivales que proliferan a lo largo y ancho de nuestro país. ¿Se han fijado Vds.? Hay cientos de ellos, de todo tipo. De música y teatro sobretodo. Especialmente –aunque no sólo- en verano. Yo creo que hay más que nunca, y es algo que no deja de sorprenderme porque los recursos públicos para Cultura no han dejado de caer en nuestro país en los últimos años hasta llegar a un 30% o más, según diversos estudios. Y las aportaciones privadas no han crecido, ni de lejos, hasta compensar esos recortes. ¿A qué tanto festival entonces? Me pregunto si es una moda, si es una burbuja que explotará antes o después (como implosioraron algunos contenedores culturales construidos en la última década sin un estudio de sostinibilidad o sin el más mínimo sentido común) o si es un cambio de paradigma en las políticas culturales o a la hora de programar en nuestro país. Me lo pregunto en serio porque, si se trata de esto último, me estoy quedando desfasado. No hay pueblo de España que no tenga su propio festival, o varios. Alguno de ellos con carteles artísticos realmente impresionantes. Y yo, dándole vueltas al asunto, he sacado algunas reflexiones.

En esto de los festivales, como en todo, conviene separar el grano de la paja. No es lo mismo un festival que cumple su edición número 50, como le ha ocurrido este año al Festival de Jazz de San Sebastián, que otro que da sus primeros pasos sin tener asegurada su continuidad. Tampoco los presupuestos ni los objetivos son iguales. Digamos que vamos a centrarnos, pues, en aquello eventos con una dirección artística definida y una cierta trayectoria histórica.

¿Qué ventajas tiene, para la ciudad y para los ciudadanos, programar un festival frente a la programación estable a lo largo de una temporada? Y qué desventajas o inconvenientes presenta?.

Empecemos por los beneficios o aspectos positivos. Para empezar es cierto que un festival permite concentrar los esfuerzos y fijar la atención de los ciudadanos y los medios de comunicación (aunque estos últimos tienen cada vez menos recursos y más asuntos a los que atender). La concentración en un periodo corto de tiempo de diversas acciones culturales permite a los organizadores rentabilizar el esfuerzo en forma de visualización y, previsiblemente, de asistencia de público. Es más fácil difundir un festival concreto que una programación estable. El nombre, la identidad gráfica y todo lo que conlleva la promoción de un festival se “vende” mejor que toda una temporada musical o teatral, por ejemplo. Un festival, hoy en día, es cool, es moderno, mola y da la impresión de que “se hacen cosas” en el ámbito cultural. También resulta más fácil dar coherencia a un cartel de un festival que a toda una programación de temporada. Aunque si hemos de ser sinceros en esto de la coherencia también se ven casos bastante insólitos en los carteles de los festivales, mezclando churras con merinas, incluyendo artistas o propuestas que poco o nada tienen que ver con el supuesto tema del festival.

Otra ventaja de un festival es que permite más riesgo artístico. Es más fácil programar en espacios insólitos, recuperar lugares especiales de la ciudad para la cultura o programar artistas o espectáculos minoritarios bajo el amparo de un festival. El público, además, parece más abierto o más propenso a acudir a propuestas más vanguardistas o rompedoras. En los tiempos que vivimos en nuestro país, con el ataque de conservadurismo y de lo políticamente correcto que le ha entrado a la mayoría de los responsables culturales, la excusa de un festival es casi una liberación para acometer propuestas que hace dos décadas eran, como mucho, un tanto alternativas.

En cuanto a las temáticas de los festivales, si bien esto se ha ido flexibilizando mucho en los últimos tiempos –hasta llegar a casos un tanto extremos de incluir en festivales de “clásicos” propuestas que distan mucho de serlo-, los festivales temáticos han cumplido y cumplen una labor de difusión y educativa muy importante. De la mano de ciertos festivales, algunas ciudades españolas se han convertido en referentes de un estilo musical, de una temática teatral o han recuperado el orgullo por su identidad y su patrimonio artístico y cultural. El Festival de cine de Sittges es un buen ejemplo de esto. En este sentido, la perseverancia, el rigor y la coherencia a la hora de diseñar y programar un festival suele tener una recompensa con el paso de los años. Hoy en día hay muchas ciudades españolas que cuando se pronuncian en voz alta casi automáticamente aparece la palabra festival asociada.

Pero también hemos visto y supongo que veremos malas prácticas de gestión cultural asociada a los festivales. En primer lugar, un festival no debería servir para sustraer recursos a la programación cultural estable de un entidad o ciudad. Como mucho, puede ayudar a reorganizarla para que sea más efectiva. Si desvestimos la programación estable, para vestir el santón del festival de turno, cuya supervivencia futura además no está asegurada, flaco favor le estamos haciendo a nuestra comunidad. Por otra parte, un festival tiene, por definición, un carácter excepcional, es una efeméride en el calendario que está marcado por su limitación en el tiempo, su coherencia artística y por tener unos objetivos culturales claros. Cuando los festivales se convierten en excusas para programar determinados artistas o títulos, cuando se plantean como meras copias de otros o cuando responden a objetivos poco claros o planteamientos demasiado vagos y confusos, las posibilidades de éxito, de asentamiento y supervivencia del mismo son escasas. Y luego está el fenómeno de la mercantilización de los festivales. En determinadas ocasiones vemos que el nombre de un festival es “devorado” por una marca comercial que, a cambio de aportar una buena cantidad de dinero para el desarrollo del mismo, exige que dicho festival lleve el nombre de la marca comercial. En mi opinión esto es un error por ambas partes, pues para la entidad que organiza el festival es una cesión de identidad que no le beneficia en absoluto y para la marca es una prueba de voracidad que puede producir más rechazo que aceptación en el público.

Al final parece que el hecho en sí de programar un festival no es ni positivo ni negativo para un lugar si no se analizan las circunstancias en las que dicho festival se pone en pie. Podemos identificar algunas características que ayudarán a que dicho evento cuente con la aceptación de la comunidad y por tanto a sobrevivir con éxito al cabo de los años.

  • Rigor en la propuesta artística y coherencia con los objetivos. La organización del festival ha de tener claro porqué y para qué se hace.
  • Paciencia y perseverancia. Un festival no se consolida en dos o tres años y no conviene tratar de atajar por medio de grandes nombres en la programación sin atender a la oportunidad de la misma.
  • Gestión, gestión y gestión ( y un poquito de imaginación). La organización de un festival es una tarea profesional que conlleva conocimientos, experiencia y aprendizaje. Debe estar en manos de profesionales formados y motivados.
  • Originalidad y autenticidad. Copiar por copiar o reaccionar a las programaciones “vecinas” es mal sintóma y suele ser un seguro de defunción a la larga para un festival.
  • Dimensión y proporción. Hay que olvidarse de las propuestas faraónicas. Un festival debe empezar con objetivos modestos y alcanzables e ir creciendo conjuntamente con la comunidad que lo acoge.
  • Participación democrática. Los festivales, como cualquier evento cultural, deben tener la máxima conexión y complicidad con la comunidad en la que se desarrollan. Hoy en día la creación de comunidad y la participación ciudadana son elementos básicos en cualquier evento. Debe ser así desde el diseño hasta la evaluación posterior de resultados.

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